martes, 15 de junio de 2010

Oeste al vapor - Capítulo 2

Las cenizas lo cubrían todo. Carboncitos como luciérnagas le quemaron el costado derecho del cuello antes de poderse subir las solapas.
     Los adoquines no se veían. Todo parecía una maldita caja de arena, no de gato, sino de juego. El estúpido corral de un dios bebé, edificios de abecedarios en cubos de madera de colores básicos y pedazos de puro del cowboy padre.
     Nico Aguilar escupió. Fue una cosa grande, viscosa que trazó un rápido dibujo de caracol drogado en la pared. De nueva cuenta pensó en lo productivo que sería volverse lector de gargajos, adivino del escupitajo, por el número de compatriotas que tenían esa costumbre. La pinta que estaba dejando el suyo, parecía hablar de las peores cosas... O era eso o los gritos histéricos de las mujeres, corriendo como cabras locas hasta el desfiladero de los edificios.
     Tenía que moverse rápido. Más rápido que esa mente suya que lo ponía a parir idioteces. Adivino en lugar de gatillero... Ni de juego...
     Alcanzó en ese momento el cadáver. Pequeños incendios menores cubrían su anatomía. Justo entonces, hasta ese instante, descubrió el género de su víctima. Un pezón semiquemado, al borde de un seno deformado por años y años de vendajes, le cambió la perspectiva.
     --Tú no puedes llamarte Ashley --y el mundo pareció morirse del sarcasmo cuando el viento depositara más cenizas sobre su cuerpo--. No deberías.
     No pesaba casi nada. Prácticamente como cargar a un niño de diez años.
     Algo estaba pasando ahí. Algo grande, terrible. A uno no le sale de la nada un cañón en el índice. A uno tampoco se le aparece un matón mujer, así de la nada, sin el adorno de leyendas, sin algún hijo de perra alardeando en la cantina, con más de tres cuartos de estoque adentro y mirando a las coristas mientras el órgano desgrana alguna balada del dolor.
     No. Porquerías así no salen de la nada.
     Las campanas policiacas ya sonaban, cada vez más cerca. No sólo era audible el sonido de las carretas. Ya hasta un sincarril avanzaba a todo vapor, doblando la esquina.
     Ése era el problema más preocupante.
     --Última prueba --se dijo Nico Aguilar y formó otra vez una infantil pistola con su derecha. Y disparó. La caldera reventó como si una tonelada de dinamita propulsara ese duo-plaza de hierro colado. Los pedazos acribillaron a todos a su alrededor. Una carreta detuvo su avance ante la fulminante caída de su par de corceles.
     --Ah, chispiajos --dijo Nico y espantado alejó la punta de su índice. Tenía que huir. Y su mejor opción era el agua, el serpenteante río que llenaba de puentes a todo San Antonio. Corrió hacia el muelle y la embarcación casi se autopropuso: su remero caía al agua, con el pectoral hecho una rosa sangrienta.
     Trató de imaginar algo que lo sostuviera en esa posición hasta su llegada. Pero nada parecía capaz de explicarlo. Se arrojó al interior cóncavo y despojó de las prendas más carbonizadas a su víctima, luego la cubrió con la lona de resguardo nocturno.
     --Nadie ve. Nadie ha visto --dijo en voz alta. En su mente sólo había espacio para un único plan: encontrar las razones de todo aquel caos en ese cuerpo a medio quemar.

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