viernes, 28 de mayo de 2010

Caperucita Roja y el Zombi Feroz

©2010, Jacob y Wilhelm Grimm y Eugenio Zigurat |

Érase una vez una niña dulce, tierna y muy coqueta, con esa peculiar coquetería de la inicial pubertad.
    Cualquiera que la viese gustaba de ella, pero sobre todo su abuela, que ya no sabía qué darle a su nieta. Una ocasión le regaló un rotkäppchen o pequeña caperuza o gorrito de terciopelo rojo. Y le quedaba tan bien que quería traerlo puesto todo el tiempo, por eso pronto su sobrenombre fue Rotkäppchen.
    Los días pasaron sin grandes cambios en su pequeño poblado y cierta tarde su madre le dijo:
    —Ven, Rotkäppchen. Aquí está un pedazo de pastel y una botella de vino. Llévaselos a tu abuela, está enferma y débil y esto le ayudará. Cuida tus modales, salúdala y trátala como se merece. Pórtate bien en el trayecto y no dejes el camino, o puedes caerte y romper el frasco y luego no habrá nada para tu abuela enferma.
    Rotkäppchen prometió fidelidad a las instrucciones de su madre. La abuelita vivía entre coníferas, a un kilómetro de su aldea. Cuando entró en el bosque un zombi se le acercó. Ella no sabía qué clase de ser era y no tuvo miedo de él.
    —Brrughns dhus, gropt krap chen urghh...
    —Gracias, señor... —respondió Rotkäppchen, luego de un par de dudas y tras explicarse a sí misma que aquella escena sólo podía ser una de las tan mencionadas en la Biblia que tenían como protagonistas a los leprosos.
    —Arghh dongras an prang...
    Qué dificil resultaba entender a los leprosos. Supuso que le preguntaba a dónde iba.
    —Voy a ver a mi abuelita.
    —Qurr llerg Kanarg ta... —gorgoreó el zombi y avanzó hacia ella con las manos al frente como si no pudiera ver nítidamente.
    —Ah, en la canasta llevo cositas para mi abuelita que está enferma y débil —Rotkäppchen tomó una rama seca y la interpuso entre ella y el leproso. Si no hubiera olido tan feo tal vez jamás hubiera recordado las propiedades contagiosas de tal enfermedad—. Un poquito de tarta y vino. Mi mamá la horneó ayer para ayudarle a ganar fuerzas.
    —Gropt krap chen, ongghh guigh urghu buel argh...
    —Ah, su casa está a un cuarto de hora de aquí, en el bosque, entre los tres grandes robles. Hay un seto de avellanos allí. Usted debe conocer el lugar —dijo Rotkäppchen presionando con más fuerza el pecho del leproso con la rama.
    —Arg grora harg brag quis... arrg igh —se exsasperó el zombi y manoteó y dejó que la baba le escurriera por los cachetes y la barbilla. Parecía en verdad molesto— Uchar gropt krap chen.. ist mgroshs flghrs arrgbrts... Vergh —y al distinguir los aspavientos de un obeso porquero, sus manazas cambiaron de curso y parecieron señalarle a Rotkäppchen un especial prado— fermorghs osquergh...
    Rotkäppchen levantó la mirada y vio la luz del sol abriéndose paso entre los árboles y cómo el suelo estaba cubierto de hermosas flores.
    —Tiene razón —le dijo al zombi, ya en apariencia acostumbrada a su forma de hablar— supongo que podría llevarle un ramo a la abuela, ella se pondrá muy contenta —y se adentró en busca de las flores.
    El zombi para esos momentos ya había derribado al porquero y de entre sus dientes pendían pedazos de cráneo, sesos y matojos de pelo. Y pendían porque otros humanos lo hostigaban con palos y azadones para que dejara el cuerpo y se alejara de Rotkäppchen.
    —De todos modos, aún no es de noche y voy a llegar a su casa a tiempo —seguía diciendo Rotkäppchen y en cuanto cortaba una flor que creía podía ser la más bella, una, un poco más lejos se mostraba como mejor y corría tras ella. Iba de aquí a allá, cada vez más y más lejos en el bosque.
    El zombi, mientras tanto, pintaba flores de cerebro y sangre en piedras y árboles mientras perseguía, de un lado a otro, atrapando a los arrieros y pajareros que, aún al tratar de salvar a Rotkäppchen, terminaron por conducirlo justo a la puerta de la casa de la abuelita.
    Si en lugar de un zombi hubiera sido un leproso, las primeras viandas, las primeras víctimas le habrían bastado, pero se trataba de un descerebrado, siempre deseoso de carne y sesos vivos sin importar que tan frescos. Por eso empezó a tratar de atravesar la puerta de la casa de la abuelita, cabeza por delante. La madera era tan firme que lo hacía rebotar y caer al suelo, pero el aroma lo hacía seguir de manera insistente y testaruda, como un coche de cuerda que rebota y rebota.
    —¿Quién está ahí?
    — Gropt krap chen... Argi estrag oco ortagy vrin.
    —Gira la cerradura —gritó la abuelita— Estoy demasiado débil para levantarme.
    En la siguiente embestida el zombie se incrustó el pomo de la cerradura en ojo y éste llegó tan profundo que para conseguir librarse tironeó y tironeó hasta sacarse el ojo y parte del superciliar izquierdo. De paso abrió la puerta. Entró y se fue directo a la cama de la abuela. Si hubiera sido un lobo la abuela habría reaccionado antes, pero la silueta humana la mantuvo confusa aún mientras la devoraba. El zombi por primera vez conseguía disfrutar un bocado sin prisas, persecuciones o luchas por las mejores piezas. Se quedó ahí, en la cama, entre las ropas, masticando con mántrica concentración.
    Rotkäppchen se había quedado colectando flores, y no continuó su camino hasta reunir todo lo que podían cargar sus brazos. Cuando llegó, se encontró, para su sorpresa, con que la puerta estaba abierta. Entró en la sala, y todo parecía tan extraño que pensó: "Oh, Dios mío, ¿por qué tengo tanto miedo? Por lo general me gusta estar en lo de la abuela." Luego se fue a la cama y vació sobre ella su brazada de flores. La abuela quedó casi completamente sepultada bajo esa alfombra de pétalos y apenas se distinguía su gorro cubriéndole toda la cara, dándole una apariencia muy extraña.
    —Abuelita, abuelita, ¿pero qué hacen tus orejas tan desprendidas del cráneo? ¿Por qué tienes los ojos tan salidos? ¿Por qué te llegan los brazos tan hasta el suelo? ¿Por qué tienes la boca tan grande y abierta y doble?
    —¡Aragh omergh e ehjor! —farfulló el zombi y se levantó de la cama, se encimó a Rotkäppchen y empezó a tragársela a mordisco limpio. Tan exquisitos le resultaban esos bocados que comenzó a ronronear muy fuerte.
    Un leñador pasaba en esos momentos y le pareció tan extraño que la vieja roncara tan alto que decidió echar un vistazo. Entró y en la cama yacía el zombi que había estado buscando desde hacía tanto tiempo.
    —Te has comido a la abuela, pero tal vez Rotkäppchen aún se pueda salvar —masculló el leñador y con dos rápidos y precisos tirones a la cuerda arrancó su motosierra.
    El zombi pareció querer competir contra los rugidos de la máquina de tan exasperado que se puso, y haciendo a un lado a Rotkäppchen, se abalanzó sobre el leñador.
    El leñador soltó tajo tras tajo, primero contra una mano, luego a la otra, al brazo, al otro, cuando vio que el vientre se le agitaba como si algo pugnara por salir, cortó y cortó y cortó un poco más, hasta partir por la mitad al dichoso zombi.
    La muchacha saltó en ese momento y gritó:
—¡Oh, estaba tan asustada! Todo estaba tan oscuro como si estuviera dentro del cuerpo de un lobo!"
    Y entonces la abuela dió muestras de vida también. Sus brazos reptaban solos, las orejas se agitaban desde las sábanas y su esqueleto medio carcomido, con tiras y girones de carne y piel trataba de incorporarse.
    —Ya sabía que era tarde para ti, vieja —masculló el leñador y persignándose se puso a cortarla en trocitos con su sierra de cadena.
    Mientras, Rotkäppchen trajo algunas piedras grandes y pesadas y fue llenado el cuerpo del zombi con ellas, para evitar que sus dos partes se siguieran moviendo, imposibilitado como estaba para desplomarse muerto.
    El leñador empezó a sentirse feliz de su hazaña, amarró los trozos del zombi para arrastrarlos hasta la aldea y mostrarlos a sus compatriotas. Abrazó a Rotkäppchen para quitarle aquella cara compungida y asegurarle que podía llevarla hasta casa de su madre, cuando sintió el primer mordisco. Trató de apartarse y alcanzar su sierra. Pero Rotkäppchen tenía hambre, mucha hambre, tanta como la calavera de su abuela que lentamente fue acercándose para compartir el festin. Rotkäppchen pensaba: "mientras siga aquí, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me dice que no haga. Los buenos cerebros estan aquí".
    Se dice tambien que desde entonces Rotkäppchen llevó pasteles, pilas de órganos o tiras de carne a la calavera de su abuela.
    Y así siguieron felices por el resto de su no vida.

0 comentarios: